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Aprendiendo a detallar - Aprendiendo de Carlo Scarpa

Se dice que dios esta en el detalle. De ser así, entonces Carlo Scarpa debió de ser una persona, si no muy cercana a dios, por lo menos, sí profundamente espiritual. Me parece que Carlo Scarpa disfrutaba, como ningún otro arquitecto, poner su atención al detalle. Pero que no se malinterprete mi comentario. No quiero decir que la arquitectura de Carlo Scarpa sea, tan sólo, una arquitectura detallada. Eso lo es sin duda, pero también me parece que es algo más. Y creo que la diferencia se da en que él no solo se enfocó en el detalle como un gesto fetichista donde se celebra puramente la elegancia con la que se resuelve un problema técnico. Me parece que Carlo Scarpa convirtió el detalle en la manifestación física de un ritual. Debo sonar como uno de esos desesperados fanáticos de la arquitectura que intentan recuperar el valor de la arquitectura proponiendo que las grandes obras arquitectónicas pueden, no solo mejorar nuestras vidas cotidianas, sino pueden llegar hasta llevarnos a un estado de transcendencia espiritual. Pero es todo lo contrario, lo que quiero llegar a argumentar con respecto a la arquitectura de Carlo Scarpa. Para mi, la aportación principal de Carlo Scarpa fue el tratamiento cotidiano que le da al detalle. El detalle, en la arquitectura de Carlo Scarpa ocurre para celebrar los rituales cotidianos. En ese sentido, diría que su arquitectura es primordialmente fenomenológica.

Fue en un verano entre semestres de la escuela de arquitectura que un par de amigos decidimos hacer un viaje de mochila a Europa. Nuestra intención principal era visitar las obras de los grandes maestros que tanto admirábamos a partir de fotografías. Teníamos pensado visitar el pabellón Alemán en Barcelona y la Neue Nationalgalerie de Mies van der Rohe; Teníamos pensado visitar el convento de La Tourette y la capilla de Ronchamp de Le Corbusier; Teníamos pensado visitar el templo de la Sagrada familia y el parque Güell de Antoni Gaudí. Pero desde entonces, lo que más me hacía ilusión era visitar las obras de Carlo Scarpa. Acabamos visitando el Museo de Castelvecchio, el cementerio Brion y varias de sus obras en Venecia.

No tenía noción de la escala del Museo de Castelvecchio. Justo pasando a través del muro Romano que resguardaba el castillo, veía ya en la distancia la escultura ecuestre a la que Scarpa envolvió con una serie de elementos de circulación que permiten al visitante ir observándola desde distintos puntos de vista. Ese era el punto al que yo quería llegar. Sabia que en camino a la escultura vería tantos otros detalles que ya había estudiado en sus publicaciones. Ansiaba ver su muro de acceso que le da privacidad al vestíbulo del Museo; Ansiaba ver la manera en que sus pisos de mármol se veían separados de los muros por una tira de piedra rústica, dejándonos reconocer, como en las ruinas arqueológicas, qué parte del edificio es original y qué parte fue una intervención suya. Ansiaba ver las escaleras de metal plegado que parecen estar suspendidas del techo y que tan sólo se acercan, en gesto de respeto, al muro rústico original. Ninguno de estos detalles me decepcionó. Todos estuvieron a la altura de mis altas expectativas. Pero fue hasta el final del recorrido, nuevamente en el jardín que separaba el muro de protección con la edificación principal, sentado con mi amiga, en lo que ambos recuperábamos nuestro aliento y dejábamos que todos los detalles que habíamos visto se asentaran en nuestras memorias, que vi una pequeña fuente. Mi deseo por refrescarme le ganó a mi cansancio y me paré para acercarme a ella. La fuente tenia un borde de piedra cuadrada al ras del pasto, que no demarcaba ninguna limitación a acceder el cuerpo de agua. En medio de la fuente, un elemento escultural ligeramente más bajo que mi altura desbordaba agua. En ese instante se me antojó acercarme al chorro y beber de él. Pero la distancia entre el borde y la escultura que generaba el chorro era demasiado para mí. De pronto note un bloque de la misma piedra que conformaba el limite de la fuente cuya altura sobrepasaba el nivel del agua. La piedra no debía tener más de veinte por viente centímetros. Justo el espacio necesario para pisarla, inclinar el cuerpo y poder alcanzar el chorro. No había en esta piedra ninguna de las atenciones al material o a la unión entre materiales que tanto distinguía a la sensibilidad de Scarpa. La piedra así parecía haber sido abandonada por accidente dentro del espejo de agua. Aun así era claro que esta piedra no estaba ahí por accidente. Carlo Scarpa la había colocado ahí como apoyo corporal para aliviar la sed de tantos otros visitantes como yo.

La confrontación con el cementerio de Brion fue muy distinta. Habíamos caminado ya un par de kilómetros desde la estación del tren y ahora nos veíamos sumergidos en el paisaje de la campiña italiana. Mi compañera de viaje y yo apreciamos haber olvidado nuestro propósito de la excursión y caminábamos sin prisa simplemente platicando ya no recuerdo de qué pero sin duda no era ni de arquitectura ni de Carlo Scarpa. De pronto, notamos un muro de concreto que parecía haberse ido mimetizando con el paisaje. Habíamos llegado. Reconocíamos las texturas de Scarpa y finalmente comprendimos su sensibilidad. Este era un lugar que debía sentirse como una ruina. Este era un lugar que aparentaba llevar tiempo asentándose en el paisaje. Finalmente llegamos a la puerta de acceso. Scarpa sabía construir expectativas. A sus proyectos uno se va acercando poco a poco; uno los va rodeando hasta verse sumergido en su espacialidad. Nunca te confrontan; nunca te invaden. La puerta estaba entre abierta, pero aun así nos costó trabajo moverla. La puerta es literalmente un muro de concreto. Afortunadamente, dicho muro corre sobre un riel. No se si han visto en alguna publicación la jaladera que Carlo Scarpa diseño para esta puerta en particular. Es una jaladera bastante peculiar. Un tubo de cobre corre verticalmente el concreto hasta doblarse a la altura de un brazo plegado y ahí se tuerce a noventa grados y se proyecta unos quince centímetros hacia afuera de manera perpendicular a la superficie de la puerta. Eso implica que uno debe pararse paralelamente a la puerta y jalar hacia uno mismo o, en nuestro caso, ya que la puerta estaba ya parcialmente abierta, empujar con todo el cuerpo inclinado. De primer impacto me pareció un detalle poco practico. Definitivamente no era cómodo. Mucho menos fácil. Pero me imagine, con lo atento que era Scarpa a cada detalle, que éste no era un error. Su intención debió ser producir una puerta difícil de abrir. Al final de cuentas uno no estaba entrando a casa. Uno estaba entrando a un cementerio. Y quizá por ello uno debería de estar consciente de que se esta pasando un umbral. Uno, al final de cuentas visita un cementerio para visitar a gente querida que se ha ido de este mundo. Nada cotidiano en ello. Scarpa debió sentir la necesidad de recordarnos la fragilidad de nuestra existencia. El tubo de latón nos hacia conscientes de toda la humanidad que había penetrado dicho umbral en cada huella digital que permanecía testarudamente en su superficie. Apenas estábamos entrando. Este era un detalle menor de miles por ver y apreciar. Pero en esos quince centímetros de latón, en esos dos metros por dos metros de concreto sobre ruedas, Carlo Scarpa había generando el umbral más sublime que yo jamas había penetrado.

Ya para Venecia hablamos tenido suficiente de recorridos arquitectónicos. Estábamos agotados. Y ademas, la ciudad entera era un recorrido magistral de arquitectura. Ya no hacia falta buscar particularmente los proyectos de Scarpa. Nos permitimos caminar y perdernos por los pasillos laberínticos y por los puentes que abrían la vista a los canales que no por ello dejaran de ser laberínticos. Estaba lloviendo ligeramente. Pero eso no iba a arruinar nuestras exploraciones por la isla. Uno se acostumbra en Venecia a estar rodeado de agua. Ademas, era época de marea alta, lo cual implicaba, en ocasiones, caminar sobre plataformas temporales que habían sido levantadas sobre los pasillos existentes para permitir a uno caminar por encima del agua. Sin darme cuenta, me había detenido al lado de un muro con una ventana circular. La reconocí. Era una ventana diseñada por Carlo Scarpa para el Banco Popular. Su borde circular sobresalía del eje del muro por tan solo unos milímetros. Suficiente para hacer que el agua que bajaba por el muro tomara la circunferencia y se viera llevada a un pequeño relieve rectangular que escondía por un instante al agua para hacerla salir nuevamente del más pequeño de los círculos imaginables. Era una micro fuente que parecía celebrar con humor su función. Ya ni ganas me dieron de hacer un comentario o reflexión profunda sobre la maestría de Carlo Scarpa a mi compañera de viaje. Tan solo me reí. Nunca antes un detalle arquitectónico me había hecho reír. Me parecía que tanto diseño para un bota aguas para tan sólo para sacar un chorrito de agua era como ver a David enfrentarse a Goliath. Pero en esta ocasión ni siquiera se esperaba que David triunfara heroicamente. Había cierta dignidad en asumir que el detalle era menor y que nunca podría controlar una bajada de agua pluvial. El detalle, me parecía, existía simplemente para reconocer a la arquitectura como un acto menor en relación a lo sublime de la fuerza de la naturaleza y a su fuerza climática. Al final de cuentas me encontraba parado en una isla artificial que un imperio generó para intentar conquistar una tierra inexistente. Y aun así, Scarpa trato un detalle menor con toda su atención y con todo su talento. Quizá ahí reside su humanidad más que su genialidad: en tratar lo menor con toda importancia.