Tengo que admitir que en la universidad hice un viaje cuya intención principal era hacer una peregrinación arquitectónica a través de Europa. Era mi primera vez que visitaba el continente, y aunque había ciertas paradas indispensables para introducirme a algunas de las ciudades que iba a visitar, como lo pudo ser la visita a la torre Eiffel en Paris o la catedral de la Sagrada Familia en Barcelona, las expectativas del viaje se situaban principalmente en la visita a ciertos edificios arquitectónicos de mis arquitectos, en ese momento, favoritos. Entre ellos estaba la visita a la Fundación Cartier de Jean Nouvel en Paris, o el cementerio de Igualada en las afueras de Barcelona por Enric Miralles.
Sin embargo, conforme he ido consolidando mi propio lenguaje y postura hacía la arquitectura, he ido generando el habito de evitar visitar edificios simplemente por apreciar su calidad arquitectónica. Eso no quiere decir que no voy a edificios que admiro, pero he encontrado la manera de visitar el Museo Whitney por querer visitar la exposición de Gordon Matta Clark o pasear por Highpark de Diller y Scofidio en búsqueda del mercado en Greenwich Village. No es que sienta que ya no hay nada que aprender de edificios diseñados por otros arquitectos. Mas bien tiendo a sentirme abrumado. Comienzo a cuestionar si lo que yo estoy haciendo se acerca en lo más mínimo a la calidad, a la claridad o al nivel de la experimentación llevados a cabo por muchos de los arquitectos que admiro. Quizá tengo un concepto raro de admiración: Cuando admiro a alguien es porque de cierta manera anhelo hacer lo que ellos hacern Y siendo más precisos, anhelo hacer lo que ellos hacen de la manera que ellos lo hacen. Ese tipo de admiración es peligrosa ya que pone en crisis constantemente un sentido de identidad propia. He lidiado con ello inclinándome más a admirar gente fuera de mi profesión. Así su inspiración requiere de traducción. Al admirar los cuadros de Agnes Martin o la danza de Merce Cunningham, me veo forzado a reflexionar cómo las cualidades que admiro de su trabajo se puede nllegar a traducir y aplicar a la arquitectura. Pero ver un detalle arquitectónico de Carlo Scarpa no hace más que querer yo hacer ese mismo detalle. Mi creatividad se ve abrumada. No puedo pensar en nada más que en el detalle de Scarpa y sólo veo la posibilidad de repetirlo tal cual. Y por supuesto que nunca podría ser tal cual. La mía siempre será una copia barata.
No me ocurre lo mismo cuando veo dibujos de arquitectos. Y por ello puedo admitir que mi educación arquitectónica, desde mi graduación de la escuela de Arquitectura, se ha basado principalmente en prueba y error en mi propia practica y en el estudio minucioso de la manera en que otros arquitectos dibujan arquitectura. No quiero ver su edificios, quiero ver cómo llegaron a visualizarlos. Y pocos arquitectos me han inspirado tanto, a través de sus dibujos, como Peter Salter. Por un lado están sus dibujos técnicos, de una precisión obsesiva. Nada queda insinuado. Salter dibuja todo. Si un muro esta hecho de tres capaz de material, Salter dibuja cada una de ellas. Si el árbol en frente de su edificio es un olmo, Salter dibuja un olmo. Pero eso no es todo. Salter habla de el dibujo como herramienta de exploración. Salter disfruta saltar de escala. Un dibujo es a 1:1000. Otro dibujo es 1:10. Y Salter insiste en que la estrategia constructiva debe ser aparente en ambos. Ambos deben irse tejiendo, ensamblándose bajo las mismas reglas. Eso quiere decir que la manera de aproximar el paisaje se debe ver reflejada en el detalle de una puerta. O que la manera en que una ventana se abre tiene que ver con la manera en que el paisaje se percibe. Puede sonar muy obvio, pero en muy escasos arquitectos he visto esa capacidad de trabajar el detalle con la misma meticulosidad que la volumetría general del edificio. En manos de Salter, el edificio y sus detalles son desarrollados bajo la misma atención del artesano.
Luego están las perspectivas de Salter. Dibujos ambientados por acuarela en tonos que parecen haber salido de la misma tierra del terreno que pretenden visualizar. Dibujos habitados por personajes extraños, siempre desnudos. No me preguntan por qué. Si tuviera que especular, diría que a Salter le atrae la carne cruda. Y que sus edificios buscan esa cualidad. Materia cruda. La materia se intenta mantener en su estado más puro.
De ahí que sus edificios parezcan estar todavía en estado de concepción. No se sienten terminados, nunca. Ellos parecen aceptar que estarán en un estado constante de aclimatación. El clima les ira otorgando patina. Los edificios de Salter se van enriqueciendo con el paso del tiempo. Quizá por ello no se vuelve sorpresa que la mayoría de sus edificios construidos se ubiquen en Japón, la tierra por excelencia de la apreciación del paso del tiempo Tomemos el ejemplo del pabellón de la montaña Kamiichi. Situado al borde de un rio con la intención de servir como refugio desde donde apreciar el paisaje, particularmente vista del pico de dos montañas, el pabellón parece inicialmente una casco de Samurai. Conforme uno se acerca a la estructura, va notando que el caparazón de cobre es tan sólo una capa externa del edificio. Y que ella tiene la capacidad de comprimirse conforme la nieve comienza a caer en ella. El espacio entre el caparazón interno y los cuartos internos de observación se vuelven refugio para los animales de la zona durante la época más pesada de invierno. La entrada al edificio la crea un tanque de agua suspendido. En él se guarda la nieve que va derritiéndose y en épocas más calurosas ofrece el flujo de agua refrescante. El pabellón, literalmente, cambia conforme el clima cambia. En verano se abre para ventilar y enmarcar vistas del paisaje. En invierno, se comprime y resguarda a criaturas en hibernación. Su materialidad, principalmente de cobre, va cambiando de tonalidad con cada exposición al agua. El visitante nunca visitara la misma estructura.
La temporalidad se lleva al extremo con su propuesta, junto con Chris Macdonald, para el Garden and Greenery Exposition en Osaka. Anticipado para durar en sitio tan sólo la media docena de meses que la exposición estaría en muestra, el Pabellón de Osaka acepta y juega con su temporalidad. Construido sobre un basamento hecho de tierra compactada en capas con diferentes agregados de tierra cada una. Lo que usualmente es la parte más solida y fuerte de un edificio, la cimentación, en este caso es diseñado para que con el paso del tiempo el basamento mismo se vaya deconstruyendo poco a poco. Salter y Macdonald introducen ramas de bambú joven en la mezcla así como agregado más crudo para forzar ligeros desmoronamientos. Arriba del basamento, se construye una enrejado exquisitamente articulado de madera. En su interior, una cápsula de tela ofrece sombra a los visitantes. Cada elemento de madera esta precisamente colocado para abrazar la cápsula interior. Cualquier ajuste en la madera distorsiona a la cápsula. Salter y Macdonald cuentan con ello. Su intención es generar una arquitectura latente, que pulsa, se mueve, se ajusta.
De Peter Salter he aprendido que un dibujo se construye con el mismo rigor que con el que se ensambla un edificio. He aprendido que uno debe proyectar el paso del tiempo en la arquitectura, y que los materiales que uno propone y la articulación con las que uno los maneja se vuelven herramientas para no solo permitir sino también potencializar la aclimatación. De Peter Salter he aprendido que el proyecto no termina en el momento que entregamos los dibujos de construcción, tampoco cuando el edificio ha terminado de construirse. La arquitectura sigue completándose, complementándose, con el paso del tiempo. Queda en nuestras manos ser lo suficiente sensible para saber dirigir hacia dónde queremos que se siga viendo afectado nuestro proyecto.