Era uno de los destinos que más anhelaba durante mi visita a Paris: visitar el atelier del escultor Brancusi, reconstruido como un pabellón independiente al Museo de Arte Contemporáneo George Pompideau. Como sucede con el resto de Paris, uno llega con imágenes acumuladas al sitio que afectan las expectativas. Yo, en este caso, recordaba una fotografía en blanco y negro, en donde el escultor Rumano, a pesar de contar con una corporalidad impresionante, rodeado de sus esculturas, tan sólo conformaba una más de las corporalidades que habitaban su estudio. Lo que más me fascinaba de mi percepción del estudio de Brancusi era precisamente la noción de verse envuelto de su trabajo, rodeado de material en bruto y de vivir su oficio como una extensión de su cotidianidad. Conforme la fila iba avanzando para acceder al estudio, sospechaba que al estar visitando una reconstrucción de su estudio, re-ubicada y re-construida, era muy viable que el espíritu que yo me imaginaba presente en el espacio original se hubiera perdido. Agregado a dicha sospecha, me encontré que para recorrer el espacio era necesario mantenerse detrás de una barrera construida con los clásicos postes que instituciones públicas y privadas ponen para controlar el movimiento de la gente y restringir el contacto con las piezas de arte. Sin embargo, una vez adentro, al observar las múltiples esculturas que ocupaban el estudio, cada una resaltada, por la generosidad de luz que invadía el espacio al mismo tiempo que conformaban un conjunto, una familia de personajes en bruto. Volví a recordar la sensación ambiental que la fotografía me había transmitido: la de un espacio en construcción, orgánico en cuanto a que cada vez que Brancusi iba avanzando en la manipulación de sus esculturas, se iba reconstituyendo el espacio; el espacio, habitado por esculturas en distintas etapas del proceso, palpitaba con vida.
Hay que recordar que Brancusi mismo fue quien tomó las ya reconocidas fotografías de su estudio en blanco y negro. Para él era muy importante que su trabajo fuera representando “correctamente,” y eso, para el escultor significaba que las esculturas fueran vistas en relación a su espacio de trabajo. Pero el estudio no era solamente el espacio de trabajo, Brancusi también vivía ahí. Así, en algunas de las fotografías, podemos llegar a ver una cama, un horno o una mesa que, de la misma manera que las esculturas, están conformadas por el apilar de un material en bruto sobre otro material en bruto. Por consecuencia, estas herramientas del habitar cotidiano se pierden entre su trabajo escultórico. Brancusi vivió el tiempo y el espacio de su trabajo escultórico. Piedras en bruto le hacen compañía a esculturas finamente pulidas. Algunas de las bases parecen estar esperando otras volumetrías para llegar a conformar otro conjunto escultórico que tanto hizo reconocible a Brancusi mientras otras bases se ven saturadas por múltiples posibilidades escultóricas que esperan la decisión y manipulación firme del escultor.
Regresando a mi experiencia de mi visita del estudio de Brancusi, me sigue sorprendiendo, que a pesar de la ausencia del escultor, el espacio se sigue percibiendo por su vitalidad. Una vitalidad lograda a través del mínimo movimiento del visitante que hace que la corporalidad, no solo de cada una de las esculturas, sino de la corporalidad que se genera entre escultura y escultura, vaya reconfigurándose.
Brancusi debió disfrutar vivir entre toda esta materialidad. Hay algo en ella que transmite un estado de metamorfosis constante, de potencial latente. Las esculturas, todas ellas en proceso, debieron conformar una familiaridad, sino es que una familia que le hacia compañía al escultor. La interacción, algo de ella visual y mucho de ella manual, se iba profundizando con cada movimiento, con cada nueva pieza que se sumaba al espacio. Si ponemos atención, lo cual implica intrínsecamente la necesidad de usar la imaginación, podemos, inclusive en la visita a la reconstrucción del estudio de Brancusi, percibir la relación táctil que el escultor debió tener con su espacio y todas las esculturas que lo conforman – una vida de contacto – tallar, pulir, cortar, cincelar la materia.
Lo que he aprendido de Brancusi es que uno debería vivir rodeado de su trabajo. No sólo como producto final sino con el proceso de él. Así, tendríamos la oportunidad de ir haciendo ajustes conforme el trabajo va avanzando; aprenderíamos a partir de la experiencia personal que funciona y no funciona en nuestros diseños. Lo que he aprendido de Brancusi es que cuando uno se compromete de manera profunda con sus creaciones, es difícil meterlas en un cajón separado de nuestra vida cotidiana. Mas bien, debemos permitir que desborden nuestra cotidianidad, que invadan nuestra vida, que nos acompañen constantemente en ella. Al final de cuentas, no diseñamos porque un cliente nos lo pide; diseñamos porque sentimos la necesidad de aportar nuestro diseño al mundo. Y que mejor que comenzar a regalarnos a nosotros mismos la visión que tenemos del mundo.