Hay un árbol de dimensiones gigantescas en medio de mi terreno. Ese árbol fue una de las razones que me hizo convencerme por escoger ese terreno. Mi casa, que tanto esfuerzo y energía tomó terminarla, ahora me parece diminuta al lado de semejante árbol. Por supuesto que me preocupa, aunque trato de ignorar mi preocupación, el tener un árbol de esas dimensiones al lado de mi casa. Pero nunca me pasó por la mente la cantidad de hojas que ese árbol soltaría. Yo originalmente me imaginaba mi casa rodeada de grava blanca suelta, en donde matorrales de romero y lavanda resaltarían de ese lago de grava. La grava funcionaría como umbral entre el bosque y la casa. Ese umbral imaginado se ha convertido en un mar de hojas, un umbral simultáneamente difuminado y extendido por un tapete aparentemente infinito de hojas. Una vez al mes hago el intento sisífoniano de mover las hojas al borde del terreno para solo verlo volver a saturarse un par de días después. Pero tengo una pequeña plataforma de recinto que extiende mi recámara al exterior. Esa terraza es el único espacio que barro todos los días, justo antes de practicar yoga en ella. Hay algo meditativo en la tarea tan simple y repetitiva. Me imagino como monje en su templo, haciendo una tarea casi absurda con la diligencia y devoción de un ritual. El ritual de barrer, lo que parecería como eternamente, las hojas de mi pequeña terraza.